A los 37, pensé que por fin podía salir con chicos tranquilamente hasta que mi madre me interrumpió la cena con una lista de reglas… y, de alguna manera, terminó saliendo con mi novio.

Siempre supe que tenía una madre. Pero a veces, sentía que mi madre era mi vida entera. Tenía 37 años, pero eso no impedía que me preguntara a diario:

“¿Llevas calcetines calentitos?” o “¿Estás segura de que te miró con respeto y no… interés?”

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Trabajaba en un museo, me encantaba la historia del arte, vivía en mi propio apartamento, tenía una cuenta bancaria y dos títulos… Sin embargo, cada vez que veía “Mamá llamando” en mi teléfono, instintivamente enderezaba la postura.

Ella lo controlaba todo. Desde cuándo debía acostarme hasta de qué color me pintaba las uñas.

Una vez, pedí salmón a domicilio y 20 minutos después, me llamó.

“Lo vi entrar a tu casa. ¿Era él?”

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“Mamá, ¿me estás espiando?”

“Me quedé sentada en el coche cerca. Por si acaso.”

Llevaba unos prismáticos. Y una libreta. Lo llamaba “por si acaso”.

De niña, era adorable. A los 20, se volvió molesto. A los 30, empecé a cuestionar nuestra “normalidad”.

A los 37, conocí a Theo.

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Por primera vez en mi vida, no se lo conté enseguida.

Fue mi primer secreto de adulta. Y, claro, duró exactamente tres días. Hasta que mamá lo arruinó todo.

Pero eso te lo contaré en un momento.

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***

Me estaba preparando para cenar con Theo. Horneé un pastel que encontré en internet, no del recetario sagrado de mamá.

Aunque saliera un poco quemado y el pollo un poco seco, esos fueron mis errores. Mi vida.

Ya podía imaginar la cara de mi madre si viera la comida: una explosión garantizada. Sonreí discretamente mientras miraba las velas.

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