Justo cuando mi hija encontró el vestido perfecto para el baile de graduación y bailaba alegremente hacia el auto, vi una nota doblada en el parabrisas. Decía: “No la dejes ir al baile de graduación”. Me reí para no preocuparla — pero en el fondo, algo no se sentía bien.

 

El verano llegaba a toda velocidad. El calor apretaba cada día más y el aire olía a crema solar y hierba recién cortada.

Había llegado la época del baile, y esta vez no era el mío.

Era surrealista. Aún podía ver la versión más joven de mí misma, acurrucada en el espacio de la ventana de la cocina de mi madre, observando nerviosa el camino de la entrada.

Sólo con fines ilustrativos. | Fuente: Pexels

El corazón me latía con fuerza, esperando a que el chico que me gustaba -que más tarde se convertiría en mi esposo- se acercara y me invitara al baile.

Fue una época dulce y sencilla.

Un recuerdo prensado en las páginas de mi mente como una vieja flor seca.

Sólo con fines ilustrativos. | Fuente: Midjourney

Ahora, aquí estaba yo, con un bolso lleno de recibos en la mano, viendo a mi hija, Emily, dar vueltas frente a los espejos, intentando elegir el vestido perfecto para su gran noche.

Llevábamos horas así. Me dolían los pies, mi paciencia era más escasa de lo que solía ser, pero seguía trayéndole vestidos.

Me inclinaba por los elegantes: sedas suaves, escotes altos, líneas limpias.

Sólo con fines ilustrativos. | Fuente: Pexels

Pero Emily tenía su propia visión. Le atraían los colores llamativos, los cortes atrevidos, las cosas que brillaban.

“Mamá -dijo, poniendo los ojos en blanco ante un vestido que elegí-, te vistes como si fueras de la Edad Media”.

Me reí, aunque me dolió. Aún no estaba preparada para ser la madre “anticuada”, pero no dejé que se me notara. Los tiempos habían cambiado. No se trataba de mí.

Sólo con fines ilustrativos. | Fuente: Pexels

Aquella noche era suya, y si se ponía un vestido con una sonrisa que le iluminaba la cara, entonces era el adecuado.

Y lo encontró.

Le quedaba perfecto y brillaba bajo las luces.

Sus ojos se iluminaron cuando se volvió hacia mí.

Sólo con fines ilustrativos. | Fuente: Pexels

Por un segundo, vi tanto a la niña que una vez necesitó ayuda para atarse los zapatos como a la joven que pronto saldría de casa y se adentraría en el mundo.

Pagué el vestido -hice una mueca de dolor por el total, pero la disimulé bien- y salimos.

Emily bailó hacia la puerta del copiloto, con el teléfono en la mano y su lista de reproducción favorita.

Soltó una risita, llena de vida.

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