Una joven cuida con devoción a su abuela enferma, pero cuando esta fallece, lo único que recibe es un viejo sofá.

Para Débora, ayudar a su abuela era lo más importante que podía hacer. Teresa, había estado a su lado durante toda su infancia. Ahora que Teresa estaba en la etapa final de su vida, Débora quería estar a su lado, a pesar de las dificultades que suponía su vida como madre soltera de dos hijos.

Cuando Teresa suplicó que le dejaran morir en casa, fue Débora quien pidió seis meses de permiso sin sueldo en su trabajo y se mudó a la casa de su abuela con sus dos hijos.

Imagen con fines ilustrativos. | Foto: Unsplash

Mientras tanto, Marta había reservado un crucero por el mundo de tres meses y sin importarle el estado de salud su madre Teresa. Durante los cuatro meses siguientes, Débora cuidó de su abuela con ternura, como si fuera uno de sus bebés.

Cuando el dolor de Teresa disminuía, ella y Débora pasaban horas hablando, y la mujer mayor recordaba su vida. Débora tomaba sus manos y las besaba.

 

“Quiero que sepas cuánto te quiero, abuelita”, le susurraba cada día. “Siempre estarás en mi corazón”. Los ojos de Teresa se cerraban lentamente bajo el efecto de los analgésicos y se dormía sonriendo.

Una noche, no despertó del profundo sueño. La última visión de Teresa, su última dulce sonrisa, fue para Débora. Se hundió en un sueño interminable con la mano de su nieta apretada contra su mejilla.

Débora lloró acunando el frágil cuerpo de Teresa entre sus brazos, pero sabía que sus lágrimas eran solo para ella: Teresa estaba en paz, libre de todo dolor.

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Marta, a pesar de que había regresado de su crucero apenas unos días antes, no estaba allí. Le había dicho a Débora que el olor de los enfermos le producía náuseas… y lo había dicho lo suficientemente alto como para que Teresa lo oyera.

Débora tomó el teléfono y llamó a Marta. “Mamá, la abuela se ha ido. Si quieres venir a despedirte…”.

Pero Marta no era una mujer sentimental. “La veré en la funeraria, ¿no?”, dijo con crudeza. “Ahora tenemos que hacer los trámites y conseguir el certificado de defunción para que podamos poner la herencia en prob…”.

Débora estaba aturdida. “¿La herencia?”, preguntó. “No entiendo…”.

“No seas tonta, Débora”, dijo Marta. “El dinero, la casa… ¡La casa debe valer bastante! Y todas esas joyas que heredó de su abuela…”.

“¿Cómo puedes pensar en eso en un momento como este?”, preguntó Débora entre lágrimas.

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“¡Porque soy una mujer práctica, Débora!”, dijo Marta. “¡No una tonta sentimental como tú y mi madre!”. Y más rápido de lo que Débora hubiera creído posible, organizó el funeral, se puso en contacto con el abogado y fijó una fecha para la lectura del testamento.

El testamento de Teresa era muy sencillo. Dejaba la casa a Marta, incluido su contenido, con una única excepción: el viejo sofá de color melocotón que había en su salón era para Débora.

Marta salió del despacho del abogado con una sonrisa en la cara. “Oh, Débora”, dijo. “Si quieres ese sofá sarnoso será mejor que vengas a buscarlo antes del fin de semana. Voy a poner la casa en venta”.

Débora llamó a un amigo que tenía un camión grande para que viniera a ayudarla a llevarse el sofá a casa. Era un mueble enorme, pesado y poco manejable, y estaba más que un poco destartalado, pero Débora lo apreciaba.

Le recordaría a su abuela cada día, así que Débora lo colocó en su salón. Había empezado a limpiarlo, levantando los grandes y pesados cojines, cuando sintió algo bajo la tela. Débora dio la vuelta al cojín y vio una gran cremallera. La abrió y encontró una gran bolsa de terciopelo negro. Dentro de la bolsa había cajas de joyas y un sobre con su nombre.

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