Mi hermana suplicó a mi hijo que le hiciera el vestido de novia. Durante meses, se volcó en coser el vestido perfecto. Pero una vez que consiguió lo que quería, le prohibió participar en la ceremonia y siguió esperando quedarse con el vestido. Nunca vio venir nuestra condición, ni el precio que pagaría por ella.
Soy Mabel, 40 años, y llevo volando sola con mi hijo Adrián desde que mi marido falleció cuando Adrián tenía ocho años. Lo que nunca esperé fue tener que proteger a mi hijo de 17 años de la misma familia que debería haberlo querido. Todo empezó cuando mi hermana Danielle le rompió el corazón de la forma más cruel posible.

“Mamá, tengo que enseñarte algo”, me dijo Adrian el martes pasado, con una voz hueca que me revolvió el estómago.
Lo encontré en su dormitorio, el santuario donde solía ocurrir la magia. Los bocetos cubrían todas las superficies, las muestras de tela colgaban de chinchetas y su fiel máquina de coser estaba sentada en un rincón como una amiga fiel.
Esta habitación había sido su vía de escape desde los doce años, cuando el dolor por la pérdida de su padre le impulsó a crear belleza con sus manos.
“¿Qué te pasa, cariño?”.
Levantó el teléfono y apenas me miró. Sus ojos se hundieron, como si algo en él se hubiera apagado. “Nunca recibí una invitación para la boda de tía Danielle. Estoy muy dolido. Le hice el vestido… y ni siquiera me quiere allí”.

Mi corazón se estremeció. Hace cinco años, cuando Adrian descubrió mi vieja máquina de coser en el desván, nunca imaginé que se convertiría en su salvavidas. Había estado luchando con la muerte de su padre y siempre se mostraba retraído y callado. Pero aquella máquina le dio un propósito.
“Mamá, ¿puedes enseñarme cómo funciona esto?”, preguntó entonces, pasando sus pequeños dedos por el cuerpo metálico.
A los 13 años, Adrian diseñaba sus propios patrones. A los 15, aceptaba encargos de los vecinos. Ahora, a los 17, su trabajo era tan impresionante que mi hermana le había rogado que le hiciera el vestido de novia cuando se comprometió el año pasado.

Ocho meses antes, Danielle había entrado prácticamente flotando en nuestra cocina, con su anillo de compromiso captando la luz de la tarde.
“Adrian, cariño, tengo una petición increíble”, le dijo, acomodándose en la silla frente a él. “Ya sabes lo absolutamente dotada que estás para el diseño y la costura. ¿Considerarías la posibilidad de hacerme el vestido de novia?”.
Adrián levantó la vista de sus deberes, totalmente sorprendido. “¿De verdad quieres que te haga el vestido de novia?”.
“¡Claro que sí! Piensa en lo especial que sería… ¡llevar algo hecho por mi sobrino! Significaría mucho para mí. Y, naturalmente, tendrás el mejor asiento de la casa. En primera fila, justo al lado de tu abuela”.

Observé cómo se transformaba el rostro de mi hijo, cómo la tímida sonrisa se dibujaba en sus facciones. “Si de verdad confías en mí para algo tan importante…”.
“¡Claro que sí! Esto va a ser perfecto, Adrian. Simplemente perfecto”.
“Yo pagaré los materiales”, le ofrecí, viendo la emoción en los ojos de mi hijo. “¡Considéralo mi contribución a tu gran día, Dan!”.
Danielle nos abrazó a los dos, con lágrimas de gratitud en los ojos. Al menos, yo creía que estaba agradecida.

Lo que siguió fueron meses en los que Adrian se entregó en cuerpo y alma a aquel vestido, con 43 bocetos distintos, innumerables muestras de tela que se extendían por nuestra mesa de comedor y noches en las que lo encontraba encorvado sobre su máquina, decidido a conseguir que cada detalle fuera perfecto.
Sin embargo, los comentarios de Danielle eran cada vez más exigentes:
“Las mangas parecen abultadas. ¿Puedes hacerlas más ajustadas?”.
“Odio este escote. Me hace parecer ancha”.
“¿Por qué el encaje parece tan barato? ¿No puedes usar algo mejor?”.
“Esta falda es demasiado abombada. Dije que quería algo elegante, no de princesa”.