Mi nuera me dijo que era demasiado mayor para hacer de niñera, y luego intentó demostrármelo en mi propio pícnic de cumpleaños. Pero cuando mi nieto desapareció, todo el mundo vio por fin con lo que yo había estado lidiando durante años…
Siempre he sido la abuela genial. La que siempre está en movimiento, que no sabe lo que significa “cansada” o “día libre”. Planeaba vivir hasta los cien años y no bajar nunca el ritmo.
¿Por qué? Todavía tenía un montón de ideas para este mundo.

Mis jóvenes amigas siempre me encontraron fascinante.
“Clementina, mañana vamos a la pizzería, ¿vienes con nosotras?”.

“¡Claro que sí!”
“Pensamos ver la competencia de surf este fin de semana”.
“Acabo de comprarme un traje de baño nuevo, ¡no me la perdería!”

Invitaciones como ésas llegaban semanalmente. Y yo siempre estaba al día.
Pero lo más importante, mi orgullo y alegría, era mi nieto Jason. Por muy alocada que fuera mi agenda, siempre le dedicaba tiempo. Kelly, mi nuera, me lo entregaba amablemente.
“Clementina, ¿podrías llevarte a Jason unas horas? Tengo… cosas”.

“¡Abuela!”
Esa única palabra me hacía seguir adelante.

¿Y Kelly? Estaba más que feliz de aprovecharse de ello:
“Clementina, tú acostarás a Jason, ¿verdad? Yo me quedo fuera con las chicas”.
“Tu sopa estaba tan buena la última vez… Jason ya no comerá otra cosa”.
“Mañana tengo una cita inesperada con la manicurista. ¿Puedes llevarte a Jason temprano?”

¿Se daría cuenta mi hijo Jack de todo lo que yo hacía?
Siempre estaba en el trabajo y sólo veía una casa limpia y un niño sonriente. Él pensaba que tenía la esposa perfecta. Pero tanto Kelly como yo sabíamos quién hacía que se produjera la magia.

“Mamá, estás haciendo mucho. Deberías tener todo lo que necesitas”.
“Cariño, no intentes comprar mi amor”, refunfuñaba yo, aunque el dinero extra nunca venía mal.

¿Y Kelly? No podía soportarlo.
“¿De verdad, Jack? ¿Quinientos dólares por un helado y un paseo por el parque? Mientras tanto, llevo dos meses esperando una plancha de pelo nueva”.
“Kelly, ya hemos hablado de esto”.

Inclinaba la cabeza y me dedicaba una sonrisita pulida que nunca llegaba a sus ojos. Una vez la oí susurrar por teléfono: