Pensaba que abrir la pastelería de mis sueños sería el momento más feliz de mi vida — hasta que la familia de mi esposo empezó a tratarla como su buffet gratuito. Día tras día, comían sin pagar… y mi esposo se quedaba de brazos cruzados. Yo me quedé callada — hasta la mañana en que encontré la puerta ya abierta…
La niebla flotaba en la calle como un manto gris mientras me acercaba a mi panadería, y tuve que entrecerrar los ojos para ver el nombre pintado en el cristal: Sweet Haven.

Dios, había mirado esas palabras mil veces, pero seguían sin parecerme reales.
Introduje la llave en la cerradura. Empujé la puerta y encendí las luces con la misma sensación de orgullo que había sentido cada mañana durante las tres últimas semanas.
Luego eché un vistazo a la vitrina y se me cayó el estómago.

No había recibos junto a la caja ni billetes arrugados. Sólo estantes vacíos donde deberían haber estado mis barritas de limón y mis medialunas de chocolate.
“Otra vez no”, susurré, y las palabras me salieron más temblorosas de lo que pretendía.

Tienes que entenderlo: no se trataba sólo de echar de menos los pasteles. Se trataba de todo lo que había sacrificado para llegar hasta aquí.
No crecí con muchas cosas. En mi familia, los sueños eran como los bolsos de diseñador: bonitos de ver, pero demasiado caros para tenerlos.
La mayoría de la gente de mi vecindario tenía dos trabajos para poder vivir. Perseguir sueños era un lujo que no podíamos permitirnos.

Pero mi abuela era diferente.
Incluso cuando nuestros armarios estaban prácticamente vacíos, hacía magia con un puñado de harina y el azúcar que nos quedaba.
Veía sus manos moverse como las de una bailarina, amasando la masa hasta que quedaba perfecta.

“Amor y paciencia”, decía, espolvoreando harina en sus manos oscuras. “Eso es lo que hace que la masa suba”.
La abuela me enseñó a hornear y, con el tiempo, aprendí la magia de convertir la última taza de harina en un relleno, y a transformar los feos frutos del marchito manzano del vecino en una sabrosa tarta.