Así fue la cena del domingo pasado. Llevé a mi prometida, Mallory, a casa para que conociera oficialmente a mis padres. Es alta, de hombros anchos, rubia platino, y sí, no usa talla 22.
Entonces, en cuanto Mallory salió a atender una llamada, mi madre se acercó como si no pudiera esperar. Dijo, muy seria: “Cariño… ¿estás segura de que quieres casarte con alguien tan grande? Eres un tipo pequeño. No es buena pareja”. Mi padre intervino, hablando de “salud” y de cómo me “enojaría después”. Sentí que todo se ponía patas arriba. Al principio ni siquiera podía procesarlo. Me quedé mirándolos, pensando en cómo Mallory siempre cocina para mí cuando estoy estresada, cómo presta atención a cada detalle que me gusta, cómo es la primera persona con la que me he sentido completamente segura. No discutí. No la defendí. Simplemente no dije nada. Pero más tarde esa noche, cuando Mallory me preguntó por qué me veía rara, me di cuenta de que tenía que decidir algo: si seguía yendo a lo seguro con mi familia o si finalmente les contaba lo que realmente estaba planeando.
Porque hay algo que aún no saben.
Me quedé despierta en la cama, mirando al techo. Mallory dormía profundamente a mi lado, con la respiración suave y regular. Siempre podía dormirse en un instante, algo que envidiaba. Se veía tan tranquila esa noche, y me sentí culpable de que las palabras de mis padres se me hubieran grabado en la cabeza. Antes de quedarme dormida, me prometí que volvería a hablar con mis padres pronto, por muy incómodo que fuera.
Al día siguiente, me desperté con Mallory haciendo panqueques en nuestra pequeña cocina. Llevaba sus viejos pantalones de chándal grises con manchas de pintura, de cuando redecoramos juntos la sala. El olor a mantequilla y masa dulce llenaba la habitación.